Cuando lo más grande que hay dentro del cajón es un viejo archivador, atado con un cordel medio deshilachado, algo te dice que debes cogerlo sin más dilación. Al deshacer el nudo que lo mantiene cerrado se abre como un abanico y, aparte de airearte el flequillo, te llega el inconfundible olor a papel viejo. Pasas los dedos por los separadores de cartón y escoges el paquete de hojas que más te guste. Y si ese día te levantas con alergia a la lectura el que menos hojas tenga. Después de intentar desentrañar su enigmático título pruebas con su críptica sinopsis y, sin darte cuenta, ya estás leyendo la primera página. Algunos dirán que es porque no te has enterado de nada, pero en el fondo sabes que te gusta estar más despistado que un surfero en un pesebre. Sin darte cuenta llegas al final y, como todo lo bueno en esta vida, te sabe a poco. Nada más fácil, lo dejas en su sitio y coges otro. Eso sí, vigila con las grapas, no porque al pincharte puedas acabar como la Bella Durmiente sino porque dones al mundo una muestra de sangre gratuita y manches esas hojas tan necesitadas de humedad.
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